jueves, 29 de diciembre de 2011

En honor a mi querido Lord Henry

Es innegable, en el mundo hay momentos que son poesía.
Poesía entendida en el más amplio sentido de la palabra:
visual, sentimental, bella.
Muchas personas seguramente piensen
que la poesía sea simplemente
un invento del hombre,
y en gran medida llevan razón.
Sin embargo, hay determinados momentos en la vida
que se salen de lo cotidiano,
donde la invención poética del hombre
se alinea con un momento clave en la vida de una persona,
a su vez alineado con momentos simbólicos y poéticos del día.
Entonces nace la poesía en el más amplio sentido de la palabra.

Hasta hace poco tiempo
no había reparado en la poética
de un momento vivido hace unos meses,
tan bello como triste.
Ese momento fue con mi querido compañero Enrique,
donde la naturaleza se alineó
con una de las pocas personas
que lo hubieran sabido apreciar,
por lo excepcional que era,
no sólo para mí, sino para todas las personas
que tuvieron el honor de cruzarse en su camino.

El momento en cuestión se desarrolló
en un día de primavera, al atardecer,
de esos atardeceres excepcionalmente bellos.
Mientras, yo me encontraba con una compañera
grabando unas tomas para un trabajo de clase
en un camino que llega hasta mi facultad,
rodeado de vegetación donde la luz bañaba
el pequeño camino.
Entonces, vimos que bajaba, como siempre,
nuestro querido compañero y amigo Enrique
(Lord Henry, como le solíamos llamar por su innegable elegancia de Lord inglés).
Salimos a su encuentro para saludarlo,
pero nos dejó de piedra la fragilidad que mostraba,
más que las flores que bordeaban el camino,
donde sus pasos ya no sonaban con la misma energía
y su vida se apagaba tal y como se estaba apagando el día,
inundados de una luz bellísima, pero de un modo enormemente triste.

Después de ese día, sólo volví a ver una vez más a Enrique,
el día de la graduación, pero fue el día narrado
cuando vi que se despedía de la facultad,
la que había sido durante los últimos dos años
un templo de sabiduría, donde él era el verdadero maestro,
y el resto meras personas afortuanadas de compartir
pupitre, aula y pasillos con él.

En aquel atardecer, Enrique desandó el camino
que tantas veces había andado,
por última vez,
en una rutina
que se llenaba con su voz
y el sonido de sus zapatos.

Mientras,
el sol se apagaba
al mismo tiempo
que la vida de una persona maravillosa.

Aún llora la Cartuja de Granada.





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